jueves, 14 de octubre de 2010

CUERPOS DE MUJER - DEBORA ARANGO


 


 

La Puta de Perpiñan
"Maromas tan tristes"
Matsuo Bascho

No me lo creerás, pero hace algunas noches tuve un inesperado encuentro con una mujer que casi me deslumbra por lo sagaz de su percepción. La Puta de Perpignan, se hizo llamar, aunque en principio no lo parecía. Era una mujer menuda y gris, de boca grande y roja que me recordaba aquella de Toulouse, de sombrero y plumaje, que pintara una vez el maestro Lautrec. Cuando la oí hablar, ebria e irónica, supe que en más de un sentido "de su boca se podrían hacer dos,"como dijera Pablo Neruda de su amada Matilde.
Bueno, espera, no es quizás lo que piensas. La encontré muy ajada, en un restaurante portugués, la prima noche del domingo: Yo había ido a parar a Perpignan por uno de esos juegos conspicuos que el destino o la imprevisión a veces nos imponen: el tren me habia abandonado a eso de las ocho, sin un franco, en aquella estación inhóspita. Se suponía que fuera a París en mi camino desde Barcelona, donde en los días anteriores a la Noche de San Juan , había pasado yo unos días memorables, a mis anchas, tomando cañas desde el mediodía y probando aquí y allá las delicias de la culinaria española en el laberíntico barrio gótico. En las noches me aventuraba por los almenares del bárrio árabe, o bien salía a tomar aire fresco deambulando por los bares que adornan los atracaderos del puerto. Las noches las concluía en el Hotel Santa Marta luego de unas fulminantes copas de orujo.
Pero la razón de mi inesperado alto en Perpignan es que el controlador del tren me exigió que le pagara en moneda francesa el importe de las literas. No llevaba un franco, te dije, así que me vi forzado a abandonar aquel tren y buscar cambio en la casilla de la estación , que como era de esperarse estaba cerrada la noche de domingo. Vagando por los alrededores me encontré con una pareja de amigos que viven en mi ciudad y a quienes hacía años que no veía. Me contaron que les había tocado a ellos similar destino. No había más remedio que retomar la ruta en el incómodo tren de las tres de la madrugada, que no exigía ya el pago de las literas. El que nos encontráramos sin aviso, a tres mil kilómetros de distancia, en una pequeña ciudad del sur de Francia era solo uno de los eslabones de esa cadena de peripecias inesperadas que te relataré:
En el restaurante portugués mis amigos y yo ordenamos lapin y vino. Desde una mesa vecina la madame nos oía celebrar lo fortuito del encuentro y se acercó a la nuestra con su garrafa de vino: "Mi tren me dejó hace muchos años" nos dijo y halando una silla añadió: "Oí lo que conversaban. Les importa si me siento con ustedes?" Antes de esperar la respuesta ya estaba sentada con nosotros vertiendo vino en su copa. "La única diferencia es que mi tren venía de París. Yo tenía solo veinte años y un amor que se fue para siempre en ese mismo tren, y me dejó varada ahí, sin un céntimo, en el andén al que ustedes bajaron. El resto de la historia quedó escrito en mi piel. Se pasearon todos por mis manos: generales, señoritos, vagabundos.
Todos venían a mí a quitarse la sed o el frío. Algunos regresaban de cuándo en vez. Bajo mis mantas no tenían raza ni rango, no había idioma ni fé. Los hubo altos y enanos, gordos, fornidos, extravagantes, ateos, puristas, religiosos, ricos, necios, arrogantes. Nada más hacía verlos y sabía de dónde venían, a qué iban y cual era el nombre de su dolor o de su miedo. Sé lo que traen en las valijas, lo que esconden debajo del abrigo. Me basta mirarlos y lo descubro al vuelo. Entre los hombres conozco al triunfador y al derrotado, sé quién es mezquinos y quién generoso. Creedme que este pañuelo secó muchas lágrimas y espantó muchas moscas."
Y el amor, no volvió a entrar en su cama, Señora ? –le pregunté curioso.
No me llames Señora, por favor, me sentiría insultada. Mi trabajo no es tan fácil como el de ellas, quienes ni se imaginan la forzosa intimidad con un hombre extraño, de quien ignoras su nombre, su historia y su idioma, pero no sus deseos. Que son siempre los mismos.
En este punto, la esposa de mi amigo comenzó a sentirse molesta y se hubiera marchado a no ser porque la Madame la tranquilizó alzando la copa con una sonrisa y un amigable gesto de complicidad.
Quizás pueda usted llamarle amor. De esas cosas una nunca está segura. Solo sé que en medio del hastío, del vendaval de caricias apresuradas que ofrecí como alivio al pasajero, me consuela ver dos o tres veces al mes, el rostro de Silvano. Todavía viene a mi, azul y uniformado. Su camisa ya no huele al hollín de los trenes de antaño, pero al igual que a mí, se le nota en la frente y en las manos, el cansancio de las noches de insomnio. Nos unen, más que el amor, la soledad y la esperanza. Conozco de memoria sus itinerarios, así que le veo pasar rápidamente, como el verano de estas playas, y agito este pañuelo en el que él tantas veces ha llorado. Mi viejo controlador ferroviario ha prometido que se retirará conmigo a su buhardilla, desde la que se divisa el barrio gótico de Barcelona. Quizás pueda usted llamarle amor, porque el amor vive sobre todo de promesas, de futuro.
Las horas se nos fueron de prisa, escuchando aquella mujer y sus anécdotas de hombres calvos, acróbatas y payasos de circo. "Maromas tan tristes" pensé recordando el Haiku del viejo Basho. Poco antes de las tres oímos nuestro tren pitar en la distancia. Entramos a un compartimiento sin literas y el vino y las historias nos hicieron dormir profundamente. Ya pasado Lyon, y a eso de las siete, nos despertó el controlador en su rutina, perforando los billetes. Era un señor alto, de frente despejada, manos huesudas y alargadas. No lo vas a creer, si te digo que en la solapa de su uniforme, sobre el distintivo, alcanzamos a leer en silencio: Silvano López, Agente Ferroviario.
FERNANDO UREÑA RIB
 
 

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